viernes, 15 de octubre de 2010

La danza como producción cultural: el wayno y el tumbe carnaval en el norte de Chile. (Francisca Fernández Droguett . Cristian Waman Carbo)

RESUMEN

La danza constituye un suceso comunicacional donde se narra una secuencia de significados, que contienen a una cultura. Este artículo aborda dos danzas presentes en Chile, el wayno y el Tumbe Carnaval,  que dan cuenta de nuestra diversidad cultural, inscritas dentro del marco teórico de la etnomotricidad, como construcción social y cultural del cuerpo en movimiento, abriendo un nuevo planteamiento para el estudio del las danzas tradicionales, alejándonos de la interpretación “folklórica” de la tradición indígena y afro. Para tal efecto se problematizará la noción de danzas folclóricas, proponiéndose mas bien un nuevo modelo analítico, de subdivisión de las danzas de corte tradicional en tres áreas: danzas indígenas, danzas criollas y danzas afro. Posteriormente se reflexionará sobre los contenidos socioculturales del wayno y del tumbe Carnaval de Arica, como expresiones donde se actualizan los saberes de una cultura.

Palabras claves: identidad cultural, danza, etnomotricidad.

ABSTRAC

Dancing constitute a communicational event where a sequency of meanings is related and that contain a cultural system. This article speaks about two dances present in Chile, the wayno and the tumbe carnival. They express or cultural diversity or differences, within the theorical frame of ethnomotricity. The ethnomotricity may be understood as a social and cultural construction of bodies in movement and it opens a new statement for study of traditional dances and moving away of indigenous an afro folk. For this objective we will analyse the notion of folk dances and we propose rather a new model of analyse. This share the traditional dances in three areas: indigenous, creoles and afro dances. Afterwards we will discuss about the cultural and social meanings of the wayno and the tumbe carnival of Arica as the expressions where the wisdom of a culture become present.

Keywords: cultural identity, dance, ethnomotricity.

Introducción

En Chile y en Latinoamérica los primeros trabajos investigativos que encontramos sobre las danzas tradicionales indígenas han sido desarrollados durante la Colonia por cronistas y misioneros interesados en la comprensión de la cosmovisión indígena para su posterior reconversión al cristianismo, relatando supuestas prácticas paganas y salvajes. Es también en este período donde la danza toma un papel de resistencia cultural, un ámbito de lucha reivindicativa, como es el caso del taki onqoy, danza andina (llamada también el baile de la enfermedad por parte de cronistas) del siglo XVI para purificarse de la presencia hispana, representando el retorno de las huacas, de las deidades indígenas, a través de la reconstrucción del tawantinsuyu (territorio incaico). Pero al mismo tiempo la danza se inserta en una práctica sincrética, de fusión de la tradición hispánica e indígena mediante la creación de danzas criollas, ocultando la raíz indígena bajo el manto del cristianismo, negándose los significados originarios asociados.

Desde los procesos de Independencia en nuestro continente nace el llamado criollismo, donde las tradiciones indígenas son miradas y tachadas como símbolos de atraso cultural y contrarias a la modernidad, siendo necesario instaurar un discurso nacional a través de la creación de nuevos referentes culturales, como las danzas criollas, que nacen de la fusión de las danzas indígenas y de variadas tradiciones europeas, sin embargo mantienen distancia y se diferencian de las danzas propiamente indígenas, develando un profundo interés de homogeneización cultural.

Es a partir de los años 1930 que nos encontramos con el concepto de folklore para hacer referencia a las tradiciones de las culturas populares, donde se recopila e investiga desde una mirada centrada en lo descriptivo y observable, bajo parámetros occidentales. Cabe aquí hacer una distinción entre el concepto de folklore de los folkloristas, quienes son llamados así por ser conocidos cultores e investigadores de música y danza popular, y no necesariamente por utilizar como categoría analítica el concepto mismo, como por ejemplo Violeta Parra.

Sin embargo, es en los años ochenta que se comienza a valorar y enriquecer el lenguaje corporal y musical como un medio de expresión y comunicación intercultural en cualquier actuación investigativa y educativa. Es en este contexto en que la danza es concebida como uno de los modos de expresión y contención de prácticas culturales, relacionando el cuerpo como motricidad con su base cultural.  

Folklore, motricidad y etnomotricidad

Desde que se ha difundido el concepto de motricidad humana  en el ámbito de la docencia y la investigación, se ha tendido a problematizar la noción de educación física por apuntar únicamente hacia lo anatómico, segmentando y enajenando el cuerpo de la cultura del sujeto corporal.

El cuerpo constituye la identidad del ser humano, donde cada sociedad esboza un saber singular sobre éste, asignándole representaciones sociales, un simbolismo, bajo diversos saberes culturales que construyen simbólicamente el cuerpo.

En las sociedades tradicionales, como las indígenas, el cuerpo no se distingue de la persona, siendo ante todo una categoría de la naturaleza unida al mundo, un elemento indisoluble de un conjunto simbólico. El cuerpo se funde con las fuerzas de la naturaleza.

El cuerpo para las sociedades modernas, en cambio, se concibe de forma totalmente distinta, implicando una ruptura con los otros, prevaleciendo una visión individualizada del organismo en relación con el cosmos y la naturaleza, siendo el espacio depositario del ego. El cuerpo es atomizado, representándose en piezas separadas mediante prácticas como la medicina, donde prevalece el órgano por sí solo; es aislable del ser humano, siendo visto como un atributo, depositario de un saber anátomo-fisiológico. Se lo revaloriza únicamente como obsesión por la forma (Le Breton, 2002).

Siguiendo ambas visiones, el cuerpo se nos presenta como movimiento, acto motriz depositario de prácticas culturales. La motricidad humana, según el filósofo  Manuel Sergio (2002), ha sido una nueva forma de entender las acciones motricias a través de la interpretación de sus significados culturales, relación que se estableció al inicio con el juego, como primera forma de lenguaje y comunicación  corporal, y que luego incluye la danza como sistema cultural de resistencia. Con este planteamiento se levanta un nuevo paradigma sobre la base de la motricidad humana, como una nueva área de conocimiento dentro de las ciencias sociales.

Según el autor, la motricidad se centra sobre el nivel de la acción (componente universal del comportamiento humano), en tanto eje del conocimiento cultural como conocimiento vivido. (Toro y Fernández, 2002:25), siendo un concepto que engloba pensamiento, intención, conciencia, emoción y energía. Por lo tanto su ámbito de estudio es el ser humano como unicidad, en comunión con la naturaleza, postura muy cercana a la concepción de los pueblos indígenas, donde la relación sujeto-tierra es la base de la cosmovisión, como es el caso de las culturas andinas donde  pacha significa a la vez  tiempo, espacio, tierra, madre, trascendencia, reafirmándose una relación recíproca, de agradecimiento y de continua comunicación con el entorno.

Las técnicas corporales (Mauss, 1974) han sido configuradas por la sociedad, donde cada grupo social orienta de diferente manera los usos del cuerpo, por lo que la motricidad es un hecho cultural en la que las formas y los contenidos están íntimamente relacionados con las características de la cultura emergente, hablándose mas bien en estos términos de etnomotricidad (Parlebas, 1999), definida como el campo de las prácticas motrices, consideradas desde el punto de vista de su relación con la cultura y el medio social en los que se han desarrollado, como las danzas autóctonas, los juegos tradicionales, la confección de artesanías, la elaboración y ejecución de instrumentos musicales, incluso con actos cotidianos de actividades agrícolas o ganaderas. Todas estas manifestaciones culturales han sido estudiadas por diversos cientistas, aunque generalmente bajo la óptica del folklore, siendo fundamental analizar las implicancias de la significación de este concepto para el estudio de las danzas.

Decir folklore significa para el común de la gente algo impreciso relacionado con lo popular, vocablo de amplísimo y complejo contenido (García Canclini, 1995), aludiendo con vaguedad, a veces romántica y/o irónica a  la llamada sabiduría del pueblo (Dannemann, 1998).

En 1946 Williams J. Thomas propuso en la revista Atheneum (Londres) la palabra folklore, conjugando dos términos, el de folk (gente, personas, género humano, pueblo) y lore (lección, doctrina, enseñanza, saber), refiriéndose en la conjugación a la “sabiduría tradicional de las clases sin cultura de las naciones civilizadas” (Téllez, 1947:17).

Las concepciones clásicas de folklore nacen en conjunto con la gestación de los Estados nacionales, los cuales han negando históricamente la diversidad cultural y su legado indígena. Es decir el término “folklore” es una designación impositiva, desde una clase intelectual occidental, en la cual no se llega a comprender la complejidad de un hecho cultural, reduciendo el estudio de las culturas populares a lo descriptivo u observable de un acontecimiento tradicional, bajo un fuerte sesgo de desvaloración de las “otras” culturas  por debajo de la cultura occidental o criolla oficial. La concepción folklórica, por ende, tiene la particularidad de tratar a lo indígena indistintamente de lo criollo, mezclando bajo un mismo ideario dos culturas que si bien conviven actualmente en un mismo territorio tienen significancias culturales distintas. La poca valoración de lo indígena y el uso indistintivo del término ha provocado que en ciertos casos la palabra aludida provoque un  rechazo  espontáneo en ciertos contextos culturales.  Por ejemplo, en el estatuto de Bailes Religiosos Andinos de Santiago (2000) se encuentra la siguiente afirmación: “el baile es concebido esencialmente una manifestación espontánea y popular, que en ningún modo debe ser confundido con una manifestación folklórica artística”.

Como una forma de complejizar el término, en Chile el estudioso Manuel Dannemann (1998)  ha postulado el concepto de cultura folklórica, quien plantea que para desarrollarse un hecho folklórico primero debe conformarse una comunidad folklórica, la que sin embargo es de carácter transitorio. No obstante en esta reflexión se vuelve a negar la condición de permanencia y relación con prácticas culturales.

Es por lo anterior que creemos que desde el concepto de acción etnomotriz se puede comprender con mayor amplitud y de una forma más integral las manifestaciones motricias de las culturas indígenas y afro de América. Las danzas analizadas desde el ámbito de la etnomotricidad nos muestran su significado más profundo, que sólo será experimentado en su totalidad por el danzante en tanto inserto en la cultura a la cual pertenece la danza ejecutada (lo contrario al formato de los Ballet Folklóricos).

Bajo estos precedentes se propone la división de las danzas tradicionales de Chile en tres grandes momentos culturales o de significancia:

1) Danzas indígenas: las que se relacionan con la cosmovisión de los diversos pueblos indígenas, siendo una “puesta en escena” de valores, costumbres y creencias como culturas en particular.

2) Danzas criollas: las cuales hacen referencia a la cultura criolla, como producto de una fuerte mezcla entre el indígena y español, donde tiende a predominar lo hispánico en desmedro de los componentes indígenas.

3) Danzas afro: las que remiten a la llegada de esclavos a nuestro territorio, con la reelaboración de danzas y música provenientes de África y su fusión con componentes indígenas e hispánicos, teniendo sus propias particularidades que la diferencian de África, siendo una de las danzas más negada y desconocida por la historia oficial de Chile.

El wayño: encuentro entre chacha-warmi (hombre-mujer).

Cosmovisión andina

Una de las principales características de las danzas andinas, en contraposición a las criollas, es que poseen simultáneamente un carácter festivo y religioso, dando cuenta de una relación íntima con una territorialidad, la cual no sólo se contempla como un espacio físico de percepción, como materia, sino como un todo interconectado, sobre la base un cúmulo de significados intrínsecos a cada cultura.

En el caso del mundo andino, a la llegada de los españoles existía un calendario de danzas, las cuales se festejaban y conmemoraban los diferentes estados de la tierra a través del profundo conocimiento de la astronomía, y la relación del sujeto andino con el universo. Estas prácticas se llevaban a cabo la cima de cerros o huacas siendo enseñadas por los amawtas (sabios) mediante la tradición de la Capacuna, la observación de los astros. Al imponerse la religión cristiana estas huacas, que hacen referencia tanto a deidades como a un lugar sagrado, fueron remplazadas por los santos  cristianos, o cruces, pero su significado tradicional agrícola se ha mantenido hasta nuestros días, siendo el símbolo más importante el sincretismo entre virgen y pachamama (Milla, 1999).

La imagen de la Virgen María constituye el relato fundante de nuestro continente mestizo, asignando a las categorías de lo femenino y lo masculino ser madre y ser hijo respectivamente. Se posiciona la imagen de una diosa poderosa, la virgen María en su calidad de mujer madre. Muchos autores han asociado esta figura con las divinidades indígenas, lo que posibilitó  que María fuese el emblema de los pueblos americanos. Pero como construcción cultural mestiza, el ícono mariano posee en sí la cualidad de lo ambiguo, lo híbrido. Por una parte, se instaura como símbolo de la permanencia de lo indígena, figura de la diosa ligada a la naturaleza, pero a su vez se constituye en el ícono del nuevo mundo, del proyecto nacional modernizador, prevaleciendo su faz materna dentro de las instituciones de la Independencia. En este afán homogeneizador la imagen de la Virgen María como patrona de los Estados Nacionales encubrirá nuestros orígenes históricos indígenas (Montecino, 1996), pero además para el mundo quechwa-aymara negará la dualidad mujer-hombre como parte constitutiva del mundo andino.

El profundo significado cultural de las danzas indígenas andinas está en la alianza femenina-masculina, dos polos opuestos y complementarios, representada en todos los rasgos de la cosmovisión quechwa-aymara, en su concepción de ser interno, en la sustentación del universo y del orden político-social que reglamentaban los ayllu, en tanto colectividad, que a diferencia de la comunidad folclórica (Dannemann, 1998) no es transitoria, sino que se perpetúa en diferentes espacios y sentidos, vinculándose con el concepto pacha, y el de ayni (reciprocidad), ya que entre los opuestos existe una mediación al tomarse de las manos en la danza, un centro, llamado Tinku, como generador de energía, enfrentamiento y a la vez una complementación de un todo.

 “El ayllu está dividido en dos mitades endógamas, una simbólicamente masculina y la otra femenina; que la primera domina sobre la segunda, y que entre ellas existe una hostilidad institucionalizada. Consiguientemente, el ayllu escindido en dos porciones opuestas, mutuamente excluyentes y conflictivas, debe establecer su unidad complementaria y su equilibrio para poder subsistir como un todo. El medio para lograrlo es el Tinku, una copula simbólica que exacerba hasta la violencia las contradicciones entre las dos parcialidades, para así poder integrarlas plenamente” (Montes Ruiz, 1999: 141).

El ayllu históricamente ha constituido y constituye en la actualidad la base organizativa del mundo andino, es la organización social, jurídica, económica, cultural, territorial y política básica, correspondiendo un grupo de familias circunscritas a un territorio, unidas por lazos de parentesco, de reciprocidad y ayuda mutua, configurando un sujeto colectivo. Es un territorio compuesto por comunidades o estancias divididas en dos parcialidades. Las autoridades son los jilakatas y las mama t`allas, siendo cargos rotativos y que poseen como requisito haber pasado otros cargos menores. La autoridad es identificada a través de símbolos que representan la identidad política, la protección y el bienestar social. Para el caso de los hombres, los jilakatas, el poncho y el chicote constituyen símbolos de autoridad, en tanto las mujeres, las t`allas, el aguayo y el tari (Chuquimia, 2007; Ticona y Albó, 1997).

Luego del ayllu, la marka es el espacio político mayor de referencia, correspondiendo a una asociación de ayllus, equivaliendo a pueblo central o administrativo, siendo sus autoridades el mallku (kuntur), entidad político-religiosa que ve todo “desde las alturas”, y la mallku tayka (su mujer). Finalmente, el suyu representa la unión de las markas, equivaldría hoy a una provincia o nación, siendo sus autoridades el jach`a mallku (el gran mallku) y su t`alla. Es importante señalar que todas las autoridades deben cumplir con el principio chacha (hombre) – warmi (mujer), cumpliendo el cargo la pareja, el matrimonio (Chuquimia, 2007; Ticona y Albó, 1997).

La institucionalidad andina se basa en un proceso creciente de responsabilidades, correspondiendo a una secuencia, un camino que debe seguir toda autoridad, el thaki, velando por el bien comunitario, pero sobre todo es parte de la memoria andina, como también los valores comunitarios, como el sistema de reciprocidad y la rebeldía característica de luchas reivindicativas y de descolonización (Chuquimia, 2007; Ticona y Albó, 1997), elementos que pueden presentes en prácticas corporales como la danza.

El wayno como expresión cultural

El wayño es una de las danzas más antiguas que existe actualmente en el mundo andino y ha sido un símbolo vivo de la resistencia cultural quechwa-aymara. Los autores que la han descrito lo han hecho desde “lo observable” pero  pocos han comprendido su trasgresor significado cultural, relacionándose con el concepto pacha como tiempo y espacio.

La noción espacial de los aymaras refleja una noción integrada tanto por lo espacial como por lo temporal. Por ejemplo, el eje central de división espacial y social es la dualidad arriba/abajo, macho/hembra (chacha/warmi), derecha/izquierda. “Tanto la población como el territorio de cada grupo étnico aymara estaban divididos en dos mitades: alasaya y manqhasaya” (Murra, 1988: 68).

Por otra parte, el concepto de pacha incorpora tanto una visión espacial como temporal. Por lo general pacha es asociado a tierra, pero también es un término que se identifica con la luz del día, con totalidad y abundancia, y a su vez con un tiempo de duración, con las tres edades de la cultura aymara: taypi, tiempo de las huakas; puruma, período de  las chullpas; y pachakuti, tiempo de cambio, turno, alternancia, inversión, reordenamiento del mundo (Bouysse-Cassagne y Harris, 1988).

La danza wayño tiene relación con la palabra wayna, que quiere decir joven en idioma aymara, es decir, es considerada como un símbolo de juventud y de fertilidad, cumpliendo un  importante rol social, siendo ocasión de unión para las nuevas parejas jóvenes y así perpetuar la cultura en el tiempo o pacha. Pero a su vez hemos encontrado diversos textos en que la palabra hace referencia a bailar.

 “Huayñu: danza, baile. Huayñufiña: que en los territorios de la comunidad aymara se la atizaba en sus jolgorios” (Bertonio, 1612).
 “Huayñanaccuni o huayñuni: bailar de dos pareados de las manos. Huayñuyccuni: sacar a bailar él a ella o ella a él, cruzadas las manos” (Paredes Candia, 1966: 74)

Como wayño en general es danzar, existen tantos tipos de wayños como comunidades o ayllu existentes. Actualmente también existe el wayno acriollado ejecutado con instrumentos modernos incluso electrónicos del cual se ha llegado a la variable de la música llamada “chicha” o cumbia andina. Sin embargo el wayño tradicional es el ejecutado bajo una melodía tradicional, ya sea ejecutada con tropas de sikuri (zampoñas) o con instrumentos de cuerda o viento, instrumentos occidentales pero bajo una métrica y una afinación indígena, diferenciándose de los músicos citadinos criollos.

El wayño es practicado desde Ecuador hasta Chile, pasando por Perú, Bolivia y el norte de Argentina, inclusive podemos encontrar una versión al sur de Colombia. En Chile algunos autores lo han denominado como trote, inclusive dando diferentes denominaciones como wayño o la cacharpaya, pero desde nuestro punto de vista estamos más bien ante una diversidad de estilos de wayño, y no de danzas apartes. A modo de ejemplo citaremos diversos estilos: los sicuris de Camilaca o sicuriada de Cancosa; el wayño lakita del altiplano Chileno; el wayño orquestín de Cuzco; el waylash del centro Perú; el San Juanito del Ecuador, entre otros.

Quisiéramos agregar que aunque no existen datos que indiquen que el wayño es una danza pre-inca, ha logrado resumir un cúmulo de acciones motricias comúnmente practicadas en diferentes danzas prohibidas en la época colonial y revitalizadas en el wayño y sus diferentes estilos, siendo el género musical y danzístico más ejecutado en comunidades y ciudades andinas, remitiendo a un conjunto de saberes milenarios del espacio andino.

Danza afro: el Tumbe

El mundo afro en Chile

Para analizar los componentes culturales del tumbe carnaval de Arica debemos necesariamente describir la situación de las poblaciones afro en nuestro país.

En Chile se ha generalizado la idea de que no existe un legado afroamericano, dificultándose el reconocimiento de la presencia del mundo negro en nuestra realidad cultural, pero además en este hecho se niega que la presencia de población africana se debe a un hecho del pasado que ha sido sistemáticamente silenciado, la esclavitud, como sistema económico-cultural producto de la Conquista. De cierta forma podemos decir que la historia oficial de Chile es la historia de la negación de todas las alteridades, la indígena, la popular, pero sobre todo la negra.

A primera vista pareciera que nuestra cotidianidad no se viera influenciada por esta presencia, sin embargo nos encontramos con diversos vocablos africanos que nos rememoran parte de nuestra historia como pueblos diversos, heterogéneos, donde coexisten diversas realidades culturales. En nuestro país hablamos en ciertos casos de  banana para referirnos al plátano, de bochinche, bombo, ganga, bobo, zamba y canuta, tambembe, entre otras palabras. Pero además una de las principales frutas de nuestra dieta nacional, la sandía, es un fruto traído de África para alimentar a los esclavos.

La celebración de la Pascua de los negros congrega a afrodescendientes del norte de Chile así como también a amplios sectores de la sociedad nacional. La cueca misma tiene origen en ritmos afros, contando con una escala en séptima, como también las payas vocales del mulato Taguada. Pero donde cobra una mayor presencia lo afroamericano es en el barrio ariqueño Lumbanga, barrio tradicional de esta ciudad, de comerciantes y vendedores descendientes de africanos. Sin embargo las pocas veces que se habla de negros en Chile es para hacer referencia a su presencia y participación en la Legión del Ejército de los Pardos, durante la Colonia, acompañando como “carne de cañón” a los independentistas.

Desde lo anteriormente mencionado, en el discurso nacional el esclavo/negro no tiene otro escenario que el silencio, al igual que las mujeres y los niños. Al esclavo se le despoja de toda posibilidad de humanidad, negándose su condición de ser pensante y por ende actuante. “Al no tener poder (enunciativo), no se tiene voz, no se es sujeto histórico, se está muerto” (Barrenechea, 2007:4). Del mismo modo tanto la literatura nacional como latinoamericana se inventa un negro para negarle su alteridad, suprimiendo, alejando y controlando desde su condición supuesta de amenaza y contaminación del relato unificador nacional blanco, a través de su representación en tanto negro-diablo, negro-hechicero, negro-animal. No debemos olvidar que en países como el nuestro a lo negro se le asigna una condición de negación, maldad, impureza, desvío, “la oveja negra de la familia”, “el lado oscuro”, “la magia negra”, “la abeja africana” como la más asesina y despiadada de  los insectos.

La historia de la esclavitud en nuestro continente se compone de marcas compartidas a través de una serie de hechos, los viajes de conquista y la posterior comercialización de esclavos, estableciéndose un comercio triangular (América – Europa – Asia). Para el caso chileno los esclavos llegados son considerados descaminados, proviniendo desde Uruguay, pasando por Argentina y Chile, finalizando su arribo al Perú.

La captura de esclavos en África es realizada tanto por otros pueblos africanos como por parte de mercaderes y comerciantes, capturándose en la mayoría de los casos hombres jóvenes, para realizar trabajos pesados. En este proceso  de viaje en/hacia la esclavitud, al esclavizarse jóvenes se corta la memoria debido a la separación del sujeto de su contexto social. Llegados al continente, o en los mismos barcos de traslado, se produce el reagrupamiento de sujetos con otros esclavos provenientes de diversos lugares, que hablan otras lenguas. Por lo que la esclavitud responde a una multiplicidad, heterogeneidad cultural, provocando la reestructuración de sociedades, culturas, a través de la posterior conformación de comunidades humanas que comparten el mismo trágico destino, siendo imposible pensar los grupos de esclavos en términos de homogeneidad. Hay un proceso de construcción del habla que trasciende las realidades particulares de cada sujeto, es un habla del dolor, del desarraigo y de la búsqueda de un nuevo referente cultural en medio de la hostilidad.

La mayoría de los esclavos trabajarán en la plantación, constituyendo un sistema completo, en el que se entra de forma forzada a una estructura de la subordinación. Por ejemplo, una de las primeras medidas de los esclavistas al capturar a un esclavo es la eliminación, la pérdida del nombre, con lo que de cierta forma se pierde la identidad. Esto se ve reforzado porque, como se ha señalado anteriormente, el esclavo no posee muchos elementos culturales con los cuales identificarse en América, ya que al ser traído de forma violenta al continente pierde sus lazos familiares, sociales, comunitarios, pero además toda una cosmovisión, ya que la mayoría de las culturas africanas tienen su base en la oralidad por lo que el saber se deposita en los ancianos. La esclavitud genera la pérdida del vínculo ancestral de conocimiento y transmisión de saberes (Picotti, 1998).

La esclavitud da origen al negro como categoría social de subordinación, pero sobre todo el desarrollo del capitalismo posibilita el régimen de la esclavitud, mediante el sistema de plantación como hecho social total, que moldea la construcción de la imagen del negro desde diversos estereotipos (burlón, exótico). Pensar lo negro es pensar la colonialidad del poder, siendo fundamental entender lo negro desde la relación clase/raza (Depestre, 1985).

La colonización se relaciona con un tipo de economía, la expansión capitalista, no obstante trasciende a ello, representando un sistema-mundo, donde no existe el contacto entre culturas, sino hegemonía del blanco, el colono. La colonización es la expresión máxima de la cosificación del ser humano, del indígena y el negro como instrumentos de producción, para luego dar paso a un proceso creciente de proletarización, a la par del vaciamiento cultural producto de la pérdida del vínculo con lo ancestral, que, sin embargo, posibilita el surgimiento de nuevas realidades culturales complejas y en proceso constante de reinvención (Césaire, 1996).

Según diversos cronistas Diego de Almagro llegó en marzo de 1536 con 240 españoles, 1.500 indígenas y 150 esclavos negros (Encina, 1955). Ya el censo que el obispado de Santiago hizo en 1778, acusaba la presencia de 21.583 negros, zambos y mulatos (este obispado abarcaba desde el desierto de Atacama hasta el Maule). En vísperas de la Independencia, en 1810, de los 800.000 habitantes que tenía Chile, 12.000 eran de reconocido origen africano (Mellafe, 1959). Según Feliú Cruz, "en 1810, el número de negros y mulatos existentes en Chile podía calcularse, basándose en las mejores informaciones, en diez o doce mil individuos de ambos sexos.

La presencia africana podría haber sido mayor si el rey Carlos V hubiera dado el sí a las solicitudes de Pedro de Valdivia, quien solicitó reiteradamente que se le permitiera traer esclavos negros y tener el monopolio de la trata, tanto para venderlos y obtener provecho, como para trabajar en las minas y los lavaderos de Chile en gran escala; sin embargo esto jamás ocurrió. Por lo que atribuir al clima la no llegada masiva de los esclavos africanos es una falsedad. El que no prospera la traída generalizada de esclavos se debe fundamentalmente a razones de demanda y mercado de mano de obra, aunque esto no impidió que entre 1550 y 1615 hubieran sido traídos tres mil esclavos a Chile. Por otra parte el permanente estado de guerra con los indígenas en la Araucanía imposibilitó la introducción de grandes cultivos o la dedicación a grandes explota­ciones mineras. Los españoles, a pesar de ver a los esclavos africanos como potenciales soldados y auxiliares para la conquista, temían que se aliaran con los indios (Mellafe, 1959).

A fines del siglo XVI se comienza a dar preferencia a la mano de obra negra en las minas y su comercialización y contrabando es permanente hasta la abolición de la esclavitud en el siglo XIX. Posteriormente ya no sólo se utiliza al esclavo negro para el trabajo en minas y puertos sino también para integrarlos al ejército y al trabajo agrícola y de servicio en el sistema de Hacienda. Los que trabajaron en las casas señoriales fueron quienes gozaron, dentro de los márgenes de control social, de la posibilidad de una vida comunitaria y el establecimiento de vínculos de parentesco. Existen algunos casos en que la relación entre los esclavos y los hijos de los amos era intensa, algunas nodrizas eran consideradas como verdaderas madres y por ello cuando éstos se casaban las llevaban consigo, pasando luego a desempeñar el rol de dirección de las otras esclavas o sirvientes (Feliú, 1973).

A principios del siglo XIX nos encontramos afrodescendientes dedicados al comercio callejero, como jornaleros, lavanderas, costureras, panaderas y matronas, quienes antiguamente formaron los primeros centros de trabajo en las explotaciones mineras y en las faenas agrícolas pero luego fueron los primeros maestros que el país tuvo en diversos oficios: canteros, carpinteros, sastres, herreros, plateros, zapateros, albañiles, pues a partir del siglo XVI no hubo maestro, de cualquier oficio, que no tuviese a uno o más negros esclavos como ayudantes. Esos oficios los heredaban sus propios hijos, dando nacimiento a los primeros gremios. Esto es muy importante, porque contrariamente a lo que afirman historiadores como Francisco Encina (1955), no fueron destinados sólo o primordialmente a la servidumbre doméstica. Allí eran las mujeres de origen africano las que ejercían de amas de llave, lavanderas, costureras cocineras, mamas (nodrizas) de los hijos de los patrones. Los varones en esta estructura ejercían los cargos de caleseros, de mayor rango, sirvientes de razón (quienes llevaban razones o recados al vecindario), negritos de alfombra (para llevar la alfombra a la iglesia) y despabiladores (para despabilar las velas).

Posteriormente, como los esclavos africanos estaban dispuestos a pagar la libertad con sus vidas, fueron los primeros en acudir, en contra de la voluntad de sus amos, al llamado de José Miguel Carrera. Muchos esclavos se fugaron para incorporarse al Ejército Patriota. Por decreto de 29 de agosto de 1814, la junta encabezada por Carrera creó el Regimiento de Ingenuos de la Patria. Este decreto promete la libertad al instante mismo del alistamiento. La lucha continúa hasta que el 29 de diciembre de 1823 se promulga la Constitución Moralista de Juan Egaña en la que se reconoce sin ninguna clase de trabas la libertad absoluta de los esclavos. Chile libera a sus 4 mil esclavos (Feliú, 1973).

Algunos acercamientos al tumbe carnaval

En Arica, en la ciudad más al norte de Chile, habitan en la actualidad una importante población de origen africano, traídos originalmente como esclavos, los que llegaron a ocupar todo un barrio hasta principios del siglo XX, el que se denominó Lumbanga. Otras poblaciones africanas habitaron en el valle de Azapa, que es donde el negro llegó a trabajar como esclavo para cosechar la caña de azúcar y el algodón.
La evidente presencia negra en el Corregimiento de Arica es sustentada desde una perspectiva cuantitativa y también cualitativa. Los registros numéricos de población negra no son muchos. No obstante, los que existen son reveladores; por lo tanto, significativos y útiles. En 1614 un censo efectuado por orden del Virrey Mendoza y Luna indica que de un total de 1.784 habitantes, la población negra se elevaba a 1.300 personas (Briones, 2004).
Desde comienzos del siglo XVII hasta las últimas décadas del siglo XVIII la población negra se mantuvo en un número importante. La necesidad de mano de obra para trabajos agrícolas y por sobre todo para el servicio doméstico hizo que la trata de esclavos negros fuera creciente y permanente. Además,  Arica se constituyó, en algún momento de la colonia, como lugar de destierro para negros o negras acusados de herejía por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima.

El tipo de relación establecida con el mundo indígena en el área de estudio aún es una incógnita, aunque sabemos que en el resto del virreinato estas relaciones no fueron muy cordiales. En algunos archivos sobre los altos de Arica aparecen zambaigos y mulatos viviendo en pueblos de indios, trabajando la tierra; por lo tanto, formando parte de un espacio adverso. Para estos casos se piensa que incluso en estos pueblos de indios los negros siguieron ocupando los segmentos sociales inferiores (Briones, 2004).

El "barrio Lumbanga" es uno de los espacios interesantes de expresión y de convivencia de los hombres y mujeres negras con mestizos e indígenas. Este barrio fue mirado por la elite hispano-criolla ariqueña como un lugar pecaminoso, bullicioso y de constante remolienda. A comienzos del siglo XX este barrio se habría ubicado en la actual calle Maipú, llamada también calle Atahualpa. Lumbanga sería un término al parecer de origen congolés que significaría "caserío" (Wormald, 1968), Sabemos que el Lumbanga fue un enclave urbano de pequeños comerciantes de negros, barrio también donde pudieron desarrollar ciertos oficios tales como lavandería y labores de costura, además de la presencia de cantinas. Desde este espacio urbano, donde la comunidad negra deambuló entre la libertad y la privación de ella; también cierta presencia negra se estableció en el valle de Azapa. Este valle no se articuló como la clásica gran hacienda colonial, presente sí en los valles del sur peruano. Azapa se caracterizó por organizarse en pequeñas unidades de producción para la plantación y producción de olivos (Briones, 2004).

Esta presencia se puede ver hoy en día a través del baile propio de la zona, el tumbe o tumba carnaval. El tumbe es una palabra derivada de la expresión bantú (lengua africana) “nkumbe”, que significa alboroto, cantar, hacer, ruido, aunque también se le define como ombligo. La danza consiste en ir al son de los tambores bailando en una ronda y cantando una suerte de paya en verso donde al finalizar la estrofa se exclama “tumba” como llamado para que los bailarines se peguen con las caderas para tumbar al otro[1]. En cuanto a la vestimenta, la gran mayoría de los danzantes utilizan ropa que recuerda el período esclavista, donde lo más característico es el uso por parte de las mujeres de una pañoleta blanca o de color amarrada a la cabeza, y de una falda amplia blanca o igualmente de colores. Esta descripción corresponde a la observación actual de la danza, y no corresponde necesariamente a como se interpretada de antaño.

Es interesante observar que este mismo concepto “tumba” es utilizado para nombrar al tradicional carnaval afroamericano de Curaçao (isla de las Antillas Holandesas), siendo una representación de cuando los esclavos usaban sus herramientas para hacer música. También podemos ver el uso de la palabra tumba como sinónimo de tambor (tambú) o ritmo.

También en Arica eran muy conocidas las comparsas carnavalescas. Éstas consistían en una gran cantidad de guitarristas acompañados  murgas de percusión, donde los músicos tocaban diferentes tamaños de bombos, matracas, cascabeles y quijadas de burro, quienes salían a desfilar por las calles del centro de la ciudad. Estas comparsas recorrían todas las calles del centro de la ciudad desfilando un muñeco de trapo gigante, el Carnavalón, acompañado de un personaje, la viuda, quien por lo general era representada por un hombre disfrazado de mujer. De igual forma que el carnaval andino las personas iban jugando y lanzando harina y agua alrededor de estos personajes. Algunas personas cuenta que la danza, el tumba, y el canto se practicaban sobre todo en la noche, al regresar del recorrido carnavalesco. Esta tradición en la actualidad se ha recuperado como pasacalle de los afrodescendientes en período de carnaval.

Se debe señalar que existe muy poca información sobre la el tumbe o tumba carnaval de Arica. El material existente remite casi exclusivamente a artículos del diario La Estrella de Arica y el Morrocotudo, por lo que la mayoría de los datos otorgados han sido elaborados mediante la observación directa de esta práctica. Por otra parte, estamos ante un proceso de reelaboración cultural, de resignificación constante, correspondiendo a una búsqueda comunitaria de las raíces afro, a través de la danza, lo que vuelve aún más complejo su investigación, por ser un proceso que se está gestando día a día.

Conclusión

En este artículo se dio cuenta de la representación del mundo indígena y negro en las danzas tradicionales, como el wayno y el tumbe carnaval respectivamente. Para el caso del wayno profundizamos en la cosmovisión andina puesta en ejecución y revitalizada a través de la danza, en cambio para el tumbe carnaval dimos cuenta de la presencia afroamericana en Chile y su reelaboración identitaria expresada en este baile. Aún quedan muchos desafíos, como por ejemplo investigar sobre el significado cultural de las coreografías en el wayno y la ingerencia de los esclavos en la  creación artística nacional, pero además cómo el arte, y la danza específicamente, constituyen una forma más de resistencia cultural frente a procesos de homogeneización.

La música, el baile y el canto han constituido la trilogía de diversas comunidades para resistir a la hegemonía cultural del dominador, el invasor; para el indígena, el esclavo, es lo que le permite mantener vivo el lazo con sus creencias y al mismo tiempo reinventar, recrear visiones de mundo disidentes a la visiones occidentales.

Desde estas experiencias se fusionaron diversos ritmos con múltiples procedencias culturales, dando forma a una cultura popular creada desde la mixtura y la superposición de fragmentos de memoria, como lo es la cueca. El musicólogo chileno, Pablo Garrido (1979), en su obra Historial de la cueca, rebate la tesis que da un origen cortesano, "venido de París”, señalando la "gran cuota africana nuestra", a través de remesas de esclavos llegados a partir del siglo XVI, naciendo al asimilarse un baile que llevaron los esclavos negros, dentro de un tráfico que en tiempos de la Colonia partía de Uruguay, atravesaba la cordillera de los Andes y llegaba hasta Quillota, entre Santiago y Valparaíso, donde existía un "corral de engorda", aprovechando el microclima subtropical de esa zona. Justamente los primeros testimonios que se tienen de la cueca, originalmente llamada zambaclueca o zamacueca, corresponden a Quillota, donde incluso se aclimataron frutos africanos, como la sandía. Luego de reanimar allí a los esclavos del penoso viaje desde Uruguay, eran trasladados a otros puntos de Chile o, principalmente, al Perú.

En este tipo de trabajo está la posibilidad de reencontrarnos con una gran diversidad cultural en la conformación de nuestras culturales populares, tanto rurales como urbanas, que nos permita reflexionar sobre nuestra construcción identitaria cultural desde sus fragmentos, como la indígena y afroamericana.

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[1] Esta información ha sido extraída del Diario de Arica El Morrocotudo, de la edición del 1ero de Marzo de 2006. Ver más en: www.elmorrocotudo.cl

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